En nuestro medio artístico, no es extraño encontrar figuras que se sienten superiores, nacidos para recibir un trato especial, como si su mera existencia fuera una contribución. Estos individuos, a menudo envueltos en una burbuja de admiración propia y alimentados por años de trayectoria, desarrollan una percepción distorsionada de la realidad. Creen que su renombre o habilidad automáticamente les confiere privilegios, sin tomar en cuenta lo que realmente aportan al contexto en el que operan.
Supongamos que en nuestro estudio tenemos a un maestro que, confiado en su trayectoria, espera un trato especial. Muchos artistas creen que su reputación o la calidad de su trabajo deberían traducirse automáticamente en privilegios. Sin embargo, aquí se esconde el primer engaño: ni la trayectoria, ni el ego, ni el aura de grandeza generan ingresos. El que 10,000 personas conozcan tu nombre no significa nada hasta que esas personas no se conviertan en clientes que pagan. En el contexto de un estudio artístico, esto significa inscripciones y mensualidades. Explicado con manzanitas: si traes beneficios entonces obtienes privilegios.
Algunos, al etiquetar su nombre junto al del proyecto o al asociar su reputación al espacio, creen estar contribuyendo. Pero una etiqueta, un nombre o una historia no son suficientes hasta que no generan resultados.
La reputación sin resultados concretos, no es más que un chisme.
El arte y el entretenimiento son industrias donde la competencia y la innovación exigen más que historia o renombre. Exigen entrega, resultados, contribución activa y, sobre todo, humildad. La grandeza no se mide en el peso de un ego inflado, sino en el impacto positivo que se deja en el entorno.
¿Quieres saber más?
¿El gozo personal o la profesión?